sábado, 5 de diciembre de 2015

Con su música a otra parte




Para mi siguiente truco, necesito un antro. Tarea fácil, no es sino andar un poco por los alrededores del barrio y uno encuentra que en esta ciudad de nadie es fácil que cualquier malp***** decida un día que para lo único que sirve es para emborrachar idiotas y entonces opte por "colocar" una chichería. Si el iguazo se cree fino hasta se atreve a ponerle un aviso que diga "bar". Y si es un avivato al que la ley y el orden le importan una mierda, entonces le denomina "club".

Pues bien, todas estas opciones se facilitan aún más cuando las autoridades que supuestamente deberían evitar que tales cosas sucedan, se hacen las de la vista gorda o por el contrario ayudan a que sigan ocurriendo. Por omisión o por acción, no sabremos a ciencia cierta cuántos casos se deben a cada una (pues seguramente todo lo que ha pasado "por debajo" está bien tapadito)... pero los resultados están ahí, a la vista (y al olfato, y al oído) de todos los vecinos afectados. Porque los sinvergüenzas de este ejemplo y muchos otros de su misma calaña han invadido lo que en otros tiempos fue un barrio decente, tranquilo y residencial.

En la primera imagen (que no muestra sólo uno, sino tres antros en dos predios) se puede apreciar cómo efectivamente a un costado aún queda lo que por su aspecto parece seguir siendo una vivienda, aunque queda difícil imaginar cómo alguien puede todavía vivir allí dadas las dimensiones del ruido que producen estos “controvertidos empresarios”. Al otro lado y bajo uno de estos lupanares sobrevive un negocio decente, una heladería.

Lo de la heladería no tiene misterio, es algo que perfectamente podía pasar hace décadas y nadie lo iba a controvertir ya que salir a antojarse de un helado de diez bolas era (y sigue siendo) uno de los placeres zanahorios favoritos de muchos en cualquier tarde de domingo. Lo preocupante es lo del otro lado. No es difícil imaginar la encrucijada en la que se ha de encontrar el propietario, así como muchos en la misma zona. El ruido, el desaseo, la inseguridad, la intranquilidad y tantos otros males que atraen a su alrededor estos cuestionables locales, hacen que cualquiera piense en huir de allí y no volver jamás. Esto da para pensar en una nueva categoría de desplazamiento forzoso en la que habitantes de toda una vida se vean obligados a salir de sus casas y dejarlo todo en busca de un poco de tranquilidad, de recuperar al menos el básico derecho a descansar.

Pero ante tal perspectiva el camino lógico de vender ha de ser un dolor de cabeza, pues nadie cuyo plan sea adquirir vivienda va a querer semejantes vecinos. Así las cosas, los únicos clientes potenciales han de ser esos mismos pícaros que van convirtiendo a los cada vez menos propietarios que quedan en los forasteros del que hasta hace poco era su barrio. Llegan, presionan, compran quién sabe a qué precio, demuelen, aparecen con una misteriosa licencia de construcción que bajo el genérico uso de “servicios” oculta la verdadera destinación del predio, y en pocos meses ya es demasiado tarde.

Pero algo raro tuvo que haber pasado recientemente, algo que para quien escribe estas líneas por ahora es un misterio. Algo que hizo que el lobo sacara su disfraz de oveja, como lo muestra la última imagen, una vista en detalle de la primera. Alguien debe haberse cansado de tanto desorden. De tanto ruido, de tanto vicio, de tanta riña callejera alrededor de estos bulines. Alguien debió haber tomado alguna iniciativa. De otra manera el lobo no se habría disfrazado. No tendría necesidad de hacerlo, si siguiera creyendo (como lo ha hecho hasta ahora) que toda la comarca está feliz con su carnaval...

...Que a todos les gusta el retumbar de ventanas y paredes hasta altas horas de la madrugada, que esos compases graves que les hacen vibrar el piso les ayudan a sincronizar el sueño. Que esa bulla a la que él y sus enajenados clientes llaman música les fascina a todos allí afuera por igual. Que “generar empleo” es poner a un par de guaches a la entrada y pagarles a destajo por estarse ahí parados unas cuantas horas insistiéndole a los transeúntes para que entren a su guarida, mientras que “de una forma sana y honrada” unas cuantas ombligonas a medio desvestir disimulan el asco mientras por encargo simulan coquetearle a los pendejos que ya cayeron para que ilusamente les hagan el gasto y así dejen en caja hasta el último centavo que traen encima. Que los hijos de puta que recientemente han vuelto costumbre parquearse en plena vía con sus lobísimos “sonidos sobre ruedas” a complementar el ruido de los lupanares son bienvenidos a la hora que les plazca. Que a todos los vecinos les pica la morbosa curiosidad y pasan la noche entera en sus ventanas con las palomitas de maíz listas a la espera de la próxima película protagonizada por los gamines que, ebrios y drogados, salen a darse en la jeta en las aceras luego de que los dueños de los antros los sacan de allí para que el muerto o el herido no sea responsabilidad del “emprendedor” que lo emborrachó. Que es un placer salir en las mañanas a respirar el hedor que dejan los orines (y otras gracias) de esos malnacidos que creen que todo el vecindario del antro que frecuentan es el baño al que tienen derecho (pero inexplicablemente no usan) cuando están allá adentro.


Insisto… alguien debe haberse cansado, y ya era hora de que ocurriera. Ojalá trascienda y no se quede nada más en la pataleta de este lobo disfrazado. Ojalá ese alguien logre hacer entender a alcaldías, curadurías urbanas y en general a todos aquellos que se han hecho los locos con la regulación de estas actividades, que el derecho a lo que esos cafres llaman “trabajo” termina donde inicia el básico e inalienable derecho de los habitantes a disfrutar de la tranquilidad en sus propias casas. Que estos antros que en general traen más perjuicios que beneficios no son precisamente la forma más lícita de emprendimiento, por lo que no es admisible ese lloriqueo sobre el derecho al trabajo. No en vano el aviso de la entrada disimuladamente insinúa que eso es un “club”… aquella modalidad con la que desde hace años una cantidad de “chochales” se han pasado por encima de las normas para mantener abierto el desorden hasta la hora que les da la gana. 

Sí, claro… muy lícitos… lágrimas de cocodrilo, dicen por ahí. Llantos de lobo con piel de oveja. Hasta la próxima.

POSTDATA: En otra caminata pude comprobar que el llanto no era de un solo lobo, sino de muchos de ellos... idénticos carteles colgados afuera de "honestísimos" negocios con algo en común: TODOS eran chicherías. Llevado por la curiosidad terminé esculcando por ahí y me encontré esta belleza: http://www.bogota.gov.co/article/localidades/puente-aranda/en-puente-aranda-se-cerraron-27-bares-de-la-calle-octava-sur. :)

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